Es bien sabido que la función del Derecho Urbanístico en un Estado social y democrático de Derecho es la de procurar un equilibrio entre la tutela de los intereses públicos y la garantía de los derechos e intereses legítimos de los particulares con una intervención administrativa coherente con los valores constitucionales. Esto obliga a destacar los principios de seguridad jurídica, eficacia, eficiencia y buena administración, pues el Estado de Derecho para que se concrete en la realidad exige que no solo la Administración urbanística se sujete a la ley, sino que sea de verdad eficaz y eficiente, y por supuesto respete escrupulosamente los derechos de los ciudadanos, sean o no propietarios.
En España en los últimos sesenta años el Derecho Urbanístico ha experimentado cambios relevantes, fundamentalmente desde el punto de vista competencial con el paso de un Estado centralista a otro descentralizado; no obstante, si se analizan las cosas técnicamente no ha cambiado en lo sustancial el modelo que estableció la importante Ley del Suelo y Ordenación Urbana, de 12 de mayo de 1956, la cual constituyó un hito en la historia de nuestro Derecho Urbanístico, y determinó lo que podríamos llamar una cultura urbanística que sigue hasta el momento presente, lo que se puede comprobar fácilmente en la propia estructura de las Leyes urbanísticas aprobadas con posterioridad -sean estatales o autonómicas- y con las categorías, técnicas e instituciones que dicha Ley acertó a definir (planificación, régimen estatutario del derecho de propiedad, gestión o disciplina urbanística).
Este modelo comporta no solo una responsabilidad colosal para la Administración Pública sino el establecimiento de un Derecho Urbanístico muy complejo, de difícil interpretación y aplicación, que además incrementa su complejidad por virtud de dos fenómenos que no cesan: la proliferación de leyes y normas urbanísticas aprobadas por el Estado y sobre todo por las Comunidades Autónomas, y el cambio incesante de esas mismas leyes, con todo lo que eso significa en orden a adaptar planes, instrumentos de gestión, etc., en períodos de tiempo relativamente cortos. En la práctica esto supone un deterioro claro de la seguridad jurídica, que es absolutamente fundamental para que podamos hablar con propiedad de Estado de Derecho, pero además trae consigo otra consecuencia perniciosa: el incremento de la conflictividad ante los Tribunales de Justicia, que en muchos casos están desbordados y poco familiarizados con estos cambios incesantes. Desde la perspectiva económica implica, por otra parte, la contención o paralización de determinados proyectos porque no se dispone de una normativa clara y estable, lo que también es un perjuicio notable
La situación es grave. Urge convertir la regulación del urbanismo y la ordenación del territorio en un asunto de Estado (expresión que no por muy utilizada carece de sentido en el ámbito que tratamos), con la superación de una dialéctica puramente ideológica que conduce al cambio permanente de normativas, y que se definan, por tanto, unas bases más amplias para otorgar un marco normativo que por lo menos consiga más seguridad jurídica. En La Constitución vigente hay instrumentos que pueden habilitar la coordinación y la cooperación con mayor eficacia y acierto del que por desgracia se ha conseguido hasta ahora, porque debe tenerse en cuenta que estamos ante un Derecho que influye y condiciona no solo el derecho de propiedad privada, que por supuesto, sino el medio ambiente, el uso racional de los recursos naturales, el derecho a la vivienda digna y adecuada, el patrimonio histórico- artístico o la costas, por solo mencionar los sectores más señeros con los que se relaciona el Derecho Urbanístico. Hoy por hoy el Derecho Urbanístico sencillamente no resiste una crítica desde el punto de vista de la racionalidad y de la eficacia (el caso de la planificación es muy elocuente), y se muestra más como un problema que como una solución. Racionalizar, aclarar, simplificar, dar seguridad, coordinar y colaborar son las cuestiones pendientes que deben ser urgentemente ponderadas por los legisladores competentes, que por cierto son las que más interesan a los ciudadanos, que no están tan preocupados por batallas competenciales y sí ven con irritación la ineficacia, la ineficiencia y la corrupción, que por desgracia reinan en el urbanismo sin que nadie las destrone hasta el momento.
Manuel J. Sarmiento Acosta es Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y autor de Compendio de Derecho Urbanístico (Atelier, Barcelona, 2020)